viernes, 18 de enero de 2008

VIII


Era la víspera de Navidad. Para ser exactos, la tardenoche del 23 de diciembre de 2006. No se trataba de la primera cita a ciegas de mi vida, pero sí de la primera propuesta por mí y con una mujer a quien había conocido por medio de internet.
La anterior cita a ciegas –la única, a decir verdad, que yo había tenido- había ocurrido algunos años atrás, cuando mi amiga Diana, preocupada por mi prolongada soltería, luego de mi fracaso matrimonial y del desastre sentimental que había resultado Ángela, me habló de una conocida suya de nombre Estela, una sicóloga cuarentona que vivía sola en un departamento relativamente cercano al mío y quien jamás se había casado y andaba en la busqueda (¿o a la caza?) de su hombre ideal. Para Diana, yo era ese hombre ideal y ella, Estela, podía ser la mujer ideal para mí. Al principio me resistí a la idea con razones más que válidas. ¿Una mujer en sus cuarenta que permanecía soltera y además sicóloga? ¿Era eso lo que yo quería, si es que quería algo al respecto? No es que tuviera algo contra las sicólogas, pero lo que menos anhelaba era a una tipa que se pusiera a sicoanalizarme. Tampoco tenía cosa alguna contra las cuarentonas, simplemente no eran mi meta. Sin embargo, fue tanta la insistencia de mi bien intencionada amiga que terminé por aceptar. Me dio el teléfono de Estela, la llamé y concertamos una cita para cenar en su apartamento, el siguiente viernes por la noche.
Llegué con una botella de vino rojo y algunos discos de new age en mano (¡Dios Santísimo, de new age!). La botella era para bebérnosla y entrar más rápido en confianza; los discos, para escucharlos y que ella se sintiera a gusto, ya que –información proporcionada por Diana- Estela era una fanática de ese género musical (otra señal, aparte de su edad y profesión, a la cual debí hacer caso para no seguir adelante con aquello). Arribé, pues, al edificio en plena colonia Del Valle, toqué el timbre y ella bajó a abrirme. Al primer golpe de vista no me gustó. No que fuera una mujer fea; de hecho, de algún modo hasta resultaba guapa. Pero algo había en su persona que desde un principio no me agradó del todo. Para no hacer el cuento largo, diré que cenamos, bebimos, escuchamos los pianitos etéreos (dizque) de George Winston y las arpas atmosféricas (¡ja!) de Andreas Vollenweider y charlamos de un modo bastante tranquilo y agradable. Sólo eso. ¿Química, chispa, atracción sexual? No la hubo de una sola de las dos partes. Al final, nos despedimos de mano, quedamos en volver a vernos –le dejé prestados mis discos para que los escuchara con calma- y regresé a mi casa a pie, a la media noche. Jamás la volví a ver. Nada supe de ella. Claro, se quedó con mis discos y no hizo por devolvérmelos. Pero eran de new age. Seguro que están mejor en sus manos.
Ese era mi único antecedente en lo tocante a citas a ciegas. No fue algo catastrófico, mas tampoco algo para rememorar. Pero ahí estaba yo de nuevo, aquel 23 de diciembre, en una cafetería frente al Parque México, en el corazón de la colonia Condesa. Había quedado en verme con Graciela (o Graz, como se hacía llamar) a las seis de la tarde. Llegué al lugar con mi acostumbrada puntualidad británica, pedí un americano descafeinado y me dispuse a esperar la llegada de aquella mujer de treinta años a quien conociera un par de meses antes en MySpace. Había visto sus fotos y me había agradado. Tal vez no era una súper modelo, pero tenía bonitas facciones y una linda sonrisa. Además, habíamos sostenido múltiples conversaciones por el Messenger y algunas pocas por teléfono y su simpatía me había hecho proponerle conocernos en persona. Ella determinó el lugar y la fecha.
Pasaron los minutos y nada. A las seis y media decidí que esperaría otros treinta minutos. Llevaba dos cafés más encima y no había logrado concentrarme en la lectura de "Luces de Hollywood" de Horace McCoy. En eso, entraron a “Las Margaritas” (el nombre de la cafetería donde me encontraba) cinco jóvenes (tres muchachos y dos muchachas) y comenzaron a interpretar villancicos navideños con extraordinarias voces y exquisito buen gusto. Lo que pudo ser algo cursi, se convirtió en un momento conmovedor. La emoción podía sentirse en todas las mesas y hasta quienes atendían el lugar se mostraban embebidos por aquella música literalmente celestial. El coro se retiró y yo decidí hacer lo propio. Pasaban de las siete de la noche y Graz no aparecía. Como en ese entonces aún me rehusaba a tener teléfono celular, no tenía forma de localizarla. Pensé que ella no acudiría y pedí la cuenta. De cualquier modo, la actuación de aquel grupo coral había hecho que el rato de espera valiese la pena. No obstante, justo cuando el mesero me extendía el papel con el total que debía pagar, Graciela entró al lugar y en ese momento comenzó una extraña aventura que duraría poco más de dos meses.