lunes, 12 de mayo de 2008

XI


Javier se moría de los nervios. Maldita la hora en que se le había ocurrido aquella idea, pensaba mortificado. Se encontraba a solas en la pequeña pero limpia y ordenada sala-comedor de la casa de su novia, en un céntrico barrio de San Juan del Río. Estaba ahí para cumplir una formalidad, algo que había hablado con ella desde semanas antes. Iba a escenificar una obra de la cual ya conocía la trama, pero temía olvidar los parlamentos. Sus toscas y morenas manos le sudaban y constantemente las restregaba contra el pantalón de casimir para secarlas. Se sentía un tanto ridículo al presentarse de traje. Como que su reseca cabellera, llena de muertas y opacas rastas, no combinaba con la pretendida elegancia del saco gris, la pulcra camisa blanca y la corbata azul chiclamino. Sus gruesos pies le dolían dentro de la prisión que representaban aquellos boleados zapatos negros de agujetas. Extrañaba la comodidad de sus sandalias o de sus viejos tenis. Pero hubiese sido un despropósito presentarse con sus habituales ropas ante quienes esa tarde sentía como jueces y frente a los que habría de pronunciar un discurso breve pero trascendente. Respiró larga y profundamente. Tenía que tranquilizarse. Después de todo, estaba en una casa que desde hacía un año visitaba casi cada fin de semana y donde era bien recibido. Al menos eso quería creer.
-¿Por qué tardan tanto en bajar? –pensó, casi en voz alta.
En el primer piso se escuchaban voces como murmullos. No entendía la razón por la cual ella lo había dejado ahí, solo y abandonado, para subir a hablar con sus padres y su hermano menor, Octavio. Hasta “Magdalena”, la perrita con la cual vivían en su departamento de Azcapotzalco, se hallaba arriba, en medio del cónclave familiar. En su cabeza comenzó a sonar una vieja canción de su grupo favorito de todos los tiempos: La Móndriga Crisis.
-Qué buenos eran, carajo. ¿Cómo se les fue a morir el Mauro? –volvió a pensar para distraer los nervios.
El antiguo percusionista de La Móndriga había sido su ídolo y él le guardaba un respeto absoluto, a pesar de las limitaciones musicales de quien la raza recordaba como “El Piporro”. Javier había estado en aquel antro la noche en que Mauro se mató. Apenas tenía en ese entonces dieciocho o diecinueve años y aún no le daba por tocar instrumento alguno. Pero lugar donde se presentaba la legendaria banda, lugar donde él acudía, sobre todo para contemplar al “Piporro” cuando efectuaba su clásico clavado hacia el público, el mismo que le causó la muerte al estrellar la cabeza contra el piso del malhadado antro. Fue desde ese ocasión que juró seguir los pasos de su idolatrado icono y convertirse en el mejor percusionista del ska mexicano. No lo consiguió, dadas sus claras deficiencias como ejecutante. Sin embargo, nadie podía acusarlo de no poner todo su entusiasmo cuando se paraba ante las congas y las golpeaba como un ente enloquecido, mientras a tropezones trataba de seguir el ritmo de las canciones de su propio grupo, el inefable Tequila Sound Machine.
-Ya llevan casi una hora arriba… ¡Me lleva! –masculló entre dientes, más tenso que molesto.
Fue en eso que escuchó pasos en las escaleras y deseó que mejor no bajaran, que se quedaran en la planta alta para siempre. Mas no fue así y no tardó en tener frente a él a los cuatro integrantes de la sonriente familia. Se puso de pie y sintió que las piernas no le respondían del todo, pero logró controlarse y dibujar en su rostro una mueca que quiso ser sonrisa y resultó un gesto indefinible. Ahí estaban el padre, la madre y el hermano de ella, muy serios y a la expectativa, lo cual hizo que su nerviosismo se disparara hasta los límites más extremos. Sintió ganas de correr al baño. No obstante, comprendió que habría sido algo impropio, dada la solemnidad del momento. Los tres se sentaron en el sillón grande y él hizo lo propio en el mismo donde se encontraba desde que llegó a la casa. Por su parte, ella se acomodó en una silla cercana, mientras mantenía abrazada a “Magdalena”.
Se produjo un larguísimo minuto de abrumador silencio. Una gota de sudor helado partió de la nuca de Javier y fue descendiendo en línea recta por su columna vertebral hasta alcanzar la cintura. Hubiese querido estar lejos de ahí, tal vez en uno de los campos de beisbol de la escuela que regenteaba su progenitor y donde él trabajaba como instructor. A su mente acudió una imagen inopinada: él mismo, al realizar un double play con uno de sus alumnos.
-¿Quieren café? –dijo ella, más que nada para romper la tensión.
-Después, mija. Deja que Javier diga lo que nos tiene que decir –la atajó su mamá.
No había escapatoria. El trajeado rasta debería afrontar las circunstancias. Carraspeó y en seguida surgió de su garganta una voz insegura e inesperadamente aguda.
-Bueno, pues…, yo… venía a decirles que…
Tenía la mirada clavada en el piso, en un pequeño tapete ovalado de dibujos garigoleados. Se sentía incapaz de levantar los ojos.
-Don Octavio… Doña Mercedes… Yo venía a decirles que… Bueno… Que su hija y yo…
A pesar de que todos sabían las razones de la reunión, era Javier quien debía externarlas. Así que nadie más hablaba y el silencio se volvía para él cada vez más opresor, asfixiante.
-Yo la quiero mucho y pues… ya llevamos más de un año de estar juntos, así que…
Volvió a interrumpirse y alzó la cara para verla a ella, suplicante. Entonces Belinda entró al rescate.
-Lo que Javier y yo queremos es que nos den su bendición y su permiso para ser novios oficiales –dijo la hermosa joven con encantador desparpajo, sin dejar de abrazar a su perra.
La tensión disminuyó de manera notable, pero sólo durante algunos segundos.
-¿Qué quieren decir exactamente con eso de ser novios oficiales? ¿Es un compromiso para casarse? –inquirió el padre de la muchacha con gesto adusto.
Javier sintió claramente que otra gota de sudor frío recorría su dorso. Apenas alcanzó a balbucear algo ininteligible.
-Bueno. No exactamen…
-Pues sí, papá. Para eso queremos ser novios oficiales, para casarnos más adelante –lo atajó Belinda muy segura de sí. Él la contempló atónito, mas no se atrevió a contradecirla.
-Pues eso está muy bien –comentó la madre de la muchacha.
-Sí, sí, pero un compromiso es cosa bastante seria –insistió don Octavio. -¿Para cuándo piensan contraer matrimonio?
Javier no sabía qué responder. Se trataba de formalizar el noviazgo, no de pedir la mano de la joven. Pero Belinda estaba imparable.
-Dentro de un año y medio, pa. En cuanto termine mi carrera –dijo.
-Me parece razonable –afirmó el jefe de la familia.
-Sí… Todavía faltan como veinte meses –añadió el percusionista con una cara de pasmo que no causó buena impresión a los presentes.
-¿Qué dices, Tavo? –interrogó la esposa a su marido.
El hombre no reparó en ella y fijó una escrutadora mirada en los ojos de quien oficialmente pretendía ser su yerno.
-Todo está bien, Javier. Belinda es muy inteligente y si quiere estar contigo, ella sabrá por qué. Pero una cosa sí quiero pedirte…
Algo en el interior del pretendiente lo hizo estremecer ante el grave tono de su suegro.
-¿Sí, don Octavio…?
-Que por ningún motivo, pero por ningún motivo, te atrevas jamás a pegarle a mi hija.

lunes, 25 de febrero de 2008

X


¿Por qué no funcionaron las cosas con Graciela? Creo que no es tan difícil saberlo, más aún con la perspectiva que otorga el paso del tiempo. En un principio, todo pareció marchar sobre ruedas. Esa fue la impresión que tuve aquella tardenoche de diciembre, cuando la conocí en el café “Las Margaritas” de la colonia Condesa. Esa vez, Graz me resultó una mujer interesante, inteligente, simpática, dueña de un sentido del humor un tanto negro. Además de guapa, claro. Charlamos a lo largo de dos o tres horas y nos contamos cuanto nos teníamos que contar y tal vez más. Yo suelo irme de la lengua y le hablé largo y tendido acerca de mis antecedentes amorosos, desde Lidia hasta Montserrat, sin olvidar por supuesto a Ángela. Ella, por su parte, fue bastante más discreta respecto a su vida sentimental y sólo me refirió algunos leves datos sobre sus novios anteriores, en especial uno, el más reciente, con quien había estado a punto de contraer matrimonio. Pero en ese momento no tenía una relación. Yo tampoco.
Llegada la hora, pensé en si sería demasiado osado de mi parte proponerle que continuaramos la plática en mi departamento. Eran las nueve de la noche y quizás ella podría malinterpretar mis intenciones, etcétera. Lo dudé durante largo rato, hasta que me decidí a decírselo. Finalmente, muchas de mis frustraciones con las mujeres se debían a mi timidez, a guardarme las cosas cuando debía externarlas. Se lo pregunté.
-Claro, vamos. Al fin que es temprano y no tengo nada que hacer –me respondió con despreocupación admirable y una sonrisa llena de cálida afabilidad.
Media hora más tarde, estábamos en mi casa. Música adecuada, una botella de vino tinto, queso, pan de centeno, un poco más de charla, pequeños contactos físicos, roces de manos, miradas cómplices, un abrazo, bocas que se buscan, labios que se unen, lenguas que juguetean, salivas que se comparten, manos que buscan piel bajo las ropas. Horas de sensualidad que se van como agua y que al final determinan que un hombre y una mujer se conviertan en amantes. Así fue como empezó todo entre nosotros.
Volvimos a vernos una semana después, directamente en mi apartamento. Hicimos el amor de una manera tan intensa que esa noche creí haberme enamorado de ella. Eso a pesar de que minutos antes habíamos hablado sobre la conveniencia de mantener a nuestra relación en el estricto plano del amasiato, sin compromisos, sin que la idea de noviazgo pudiera rondar por ahí. Sin embargo, hubo un momento tan desproporcionadamente glorioso (y orgásmico) que no pude menos que lanzar una exclamación, al tiempo que la veía desnuda, rotunda, encima de mí.
-¡Eres hermosísima!
Aunque…, ¿me enamoré realmente en ese instante o empecé a sentirme enamorado al ver herido a mi amor propio, cuando ella me platicó acerca de un tal Jordán, un tipo treintañero que la pretendía y la invitaba a salir con insistencia? Como habíamos convenido que sólo éramos amantes, sin compromiso alguno, le dije que fuera con él, que no importaba, que ella era libre y demás pendejadas que uno pregona cuando se siente muy liberal y escandinavo. Lo malo es que me hizo caso y, sí, comenzó a verlo. Volví a sentir celos. Yo que en esos tiempos predicaba que el estado ideal era el de ser amantes y que renegaba de la propiedad privada sobre las personas, veía renacer en mí el espíritu de la apropiación. Pero nada dije (bueno, tal vez una que otra pequeña indirecta). Debí hacer un verdadero tour de force para no recaer en mis viejas obsesiones, aquellas que tantos sinsabores me trajeran con Ángela y Montserrat y que al final me habían alejado de ellas por largo tiempo y dejado solo y con las manos vacías.
Pero llegué a entusiasmarme con Graciela. Un día la invité a una reunión con mi círculo de amigos más cercano. Recuerdo bien esa noche. Fue en la casa de Fernando Rivera Calderón, mi antiguo camarada, aquel con quien compartí algunas de mis aventuras con Ángela (¡aquella famosa carta!) y que desde entonces conocía a detalle mi telenovelera vida sentimental. Ahí estaban Claudia, su bella esposa, y Vero Maza, mi querida hermana del alma, al igual que varias amistades más. Acostumbrados a verme llegar sin compañía a sus fiestas, les sorprendió que esa vez acudiera acompañado. Les presenté a Graz y la recibieron de muy buen grado. Debo confesar que luego de aquella ocasión, sentí que bien podría ser mi novia. No obstante, las cosas empezaron a cambiar muy pronto. Una noche, mientras hacíamos el amor, vi en sus ojos tal enamoramiento, tal deseo, tal intensidad, tal pasión que me asusté y de la forma más impensada y espontánea, salió como una flecha, desde el fondo de mi alma, una seca frase que no pude detener y que sonó como una horrenda y soberbia advertencia.
-Graz, por favor no te enamores de mí.
Graciela se contuvo, me miró con azoro, bajó sus ojos con expresión tristísima y se apagó como la cera de una vela al fundirse. Me sentí mal. Traté de darle explicaciones. Pero no las quiso escuchar.
-Está bien -me dijo con voz tenue. –En eso habíamos quedado. En que no nos íbamos a enamorar.
Las cosas no volvieron a ser iguales. La siguiente ocasión en que estuvimos juntos en mi alcoba, no fui capaz de reaccionar ante su bello y albo cuerpo desnudo. La excitación había desaparecido. Ahora entiendo que de manera definitiva.
Con todo, tuve la situación muy clara pocos días después y aconteció del modo más rotundo, debido a una circunstancia por demás simple y hasta si se quiere intrascendente: la invité a comer.
Ella trabajaba no muy lejos de mi casa y le propuse que nos viéramos cierto mediodía, en un Sanborns cercano al Parque de los Venados.
-Si estamos tan cerca, bien podemos comer juntos una o dos veces a la semana, ¿no crees? –le había yo comentado.
Fue nuestra única comida.
Desde que la vi llegar, algo me brincó. No era su impuntualidad. Después de todo, el noventa y nueve por ciento de mis amigas poseen como una de sus más recónditas y entrañables características la de ser impuntuales. Sólo Isadora Hastings y Paula Watson no lo son (pero qué chiste, las dos tienen sangre inglesa). La vi acercarse a la mesa. Su imagen era distinta a la que yo había visto antes, desde que nos conociéramos un par de meses atrás. Daba la impresión de llevar una pesada carga sobre su espalda. Caminaba encorvada y desgarbada. Su arreglo personal tampoco le favorecía mucho ese mediodía. Pero lo peor vino después. Fue su actitud. Pocas veces en mi vida he tenido una comida más aburrida con alguien.
-¿Qué tal te fue hoy en tu trabajo?
-Bien.
-Ah…
Largo silencio.
-¿Está buena tu sopa?
-Sí.
-Ah…
No hallaba yo qué preguntar para sacarle algo de conversación. Me declaro impotente contra los monosílabos. Entonces me di cuenta de que lo que nos unía no era la comunicación verbal, mucho menos la sentimental: lo que nos jalaba era el sexo y éste también se había tornado repetitivo y tedioso. Incluso un detalle que al principio me pareció tierno y original (al menos para mí lo era) dejó de atraerme: los besos de mandarina. Graciela adoraba a las mandarinas. El sólo hecho de tener una en sus manos, oler su aroma y quitarle la cáscara cobraba tintes de ceremonial sagrado. Luego desprendía cada gajo, lo introducía en su boca y acercaba ésta a la mía, para derramar el escurriente jugo agridulce del fruto en mis adentros. La primera vez fue una experiencia maravillosa, como lo fue en muchas ocasiones más. Pero después de aquella comida en un Sanborns de la colonia Narvarte, el encanto de los besos de mandarina se perdió para siempre.
Apenas tres días más tarde, al final del concierto de mi banda en el Encrucijada Bar, me vi cara a cara con Belinda.

jueves, 7 de febrero de 2008

IX


Decía Groucho Marx que el hombre tiene la edad de la mujer que ama. Suscribo la frase letra por letra. Por tanto, tuve veinticuatro años cuando me enamoré de Ángela. Tuve veintiuno cuando me enamoré de Montserrat. Tuve veintidós cuando me enamoré de Belinda y ahora tengo veintitrés. Las edades de cada una transmutadas hacia mi persona. Aunque, en realidad, a Ángela le llevo catorce años, a Montserrat veintitrés y a Belinda veintinueve. Desde un punto de vista cronológico, esta última tiene veintitrés y yo cincuenta y dos. Pero me siento de su edad. Cuando estoy a su lado, en momento alguno percibo la enorme diferencia generacional que hay entre los dos. Creo que ella tampoco. Creo que no le importa y si le importa, lo sabe disimular. Decía que la conocí cuando su vida aparentaba tener un tono color de rosa. Lo recuerdo como si fuese ayer…

En el escenario, Las Paredes Oyen tocaban uno de sus blueses originales en español. Humberto trataba de hacer que cada palabra que cantaba se escuchara diáfana, que el sentido de la letra de su canción se entendiera bajo el marco del lento y sutil sonido de la música negra. Sin embargo, desde minutos antes había algo que lo enfadaba. Sentadas en una mesa al fondo del Encrucijada Bar, el antro de la colonia Roma donde la banda solía presentarse una vez al mes, dos jovencitas hablaban en voz alta y reían a carcajadas. Gazca trató en enfocarlas desde sus pequeños lentes empañados por el calor de la sudoración. Apenas podía distinguirlas, ya que tenía a los reflectores encima y eso le restaba visibilidad. Entre la relativa penumbra, vio que con las dos alegres muchachas se encontraban dos personas más: otra joven –quien miraba atenta al grupo que tocaba en el escenario- y un hombre apenas distinguible. Molesto porque no lo dejaban concentrarse en lo suyo, clavó una mirada furiosa en aquel par de ruidosas, pero ellas ni siquiera se dieron por enteradas. Humberto optó entonces por ignorarlas. La siguiente canción era un boggie y el estruendo de la armónica y las guitarras desvaneció las risas de las chicas.

Hacía diez minutos que la tocada de Las Paredes Oyen había terminado. Empapado de sudor, con la camisa humedísima pegada al torso, Gazca platicaba con Graz,su amiga de MySpace, con quien a dos meses de haberse conocido había desarrollado una relación más que cercana. Graciela se veía muy guapa esa noche. Había llegado desde varias horas antes, cuando la banda realizaba aún la prueba de sonido y había permanecido en una mesa, solitaria, al pendiente de todo lo que acontecía en el estrecho escenario del Encrucijada Bar. Ahora platicaba con Humberto y le daba sus impresiones sobre la actuación de Las Paredes, como casi todo el mundo le decía al sexteto. Fue en ese momento que alguien tocó el hombro del cincuentañero periodista, esa noche en su papel de músico.
-Hola.
La voz llegó a sus oídos al volver la cara. Era una voz aguda, casi infantil, la voz de una niña. La miró y no supo quién era. Jamás la había visto antes y, sin embargo, su rostro le resultó familiar. Detrás de una boca muy sonriente que dejaba ver unos pequeños dientes perlados, estaba una joven morena y delgada, de piel blanca y negrísimos cabellos ondulados y un tanto esponjados. Su rostro era fino y bonito, de nariz pequeña y ojos pícaros. Él se puso de pie y no pudo evitar devolverle la sonrisa, antes de que ella volviera a hablar.
-Soy Belinda.
Humberto la reconoció entonces.
-¡Belinda, qué sorpresa!
Se saludaron con un beso en la mejilla. Ella rió divertida.
-No sabías quién era, ¿verdad?
-No, no… Pero ahora sí. Eres igualita a tu foto en MySpace.
Desde hacía un mes, se habían incorporado mutuamente a sus mutuos espacios cibernéticos y varias veces habían conversado por teléfono.
Ella bajó la mirada y sonrió con una coquetería irresistible.
-Oye, disculpa a mis amigas. Estaban haciendo mucho ruido.
-Ah, ¿estabas con ellas?
-Sí hacían mucho ruido, ¿no es cierto? Es que ya estamos un poco borrachitas.
-Ah, no te preocupes. No importa.
Gazca estaba tan encantado que por un instante olvidó a Graz, hasta que reaccionó.
-Perdón, perdón. Ella es Graciela. Ella es Belinda.
Ellas ni siquiera se miraron. Graz permaneció sentada, seria, callada, con la mirada en cualquier parte. Belinda seguía sonriente y sólo hablaba con él.
-¿Me trajiste el libro?
-¿Cuál libro?
-Pues el que me dijiste que me ibas a prestar, la novela de Philip Roth.
-Claro, "El lamento de Portnoy". No, no lo tengo aquí. ¿Pues cómo iba a saber que vendrías hoy?
-Sí, ¿verdad? Te hubiera avisado. Pero es que hasta hace rato yo tampoco sabía que iba a venir. ¿Y ahora?
-Te lo puedo dar otro día, es cosa de que me llames y nos ponemos de acuerdo.
-Oquei, así le hacemos. Bueno, te dejo. Me voy a mi mesa. Mucho gusto.
-El gusto es mío, Belinda.
Ella se alejó. Era realmente simpática. Humberto volvió a sentarse. La sonrisa seguía en su boca.
-¿Quieres tomar algo, Graz?
-No, gracias. Es más, yo creo que ya me voy.
-¿Tan pronto? Pero si apenas son las doce.
-Mañana tengo que ir a trabajar. ¿Me acompañas a tomar un taxi?

Una hora más tarde, Gazca bebía una cerveza helada y conversaba con algunos de los concurrentes cuando volvió a sentir que le tocaban el hombro.
-Ya me voy.
Dio media vuelta y la volvió a ver. Tras ella estaban sus dos amigas, con evidentes sonrisas beodas, y el hombre que las acompañaba.
-Sofía. Esmeralda. Javier, mi novio.
-Humberto saludó de beso a las jóvenes y de mano al moreno hombre peinado con rastas, quien lo miró inexpresivo. Luego éstos siguieron hacia la puerta del antro, pero Belinda permaneció unos segundos más con su recién conocido amigo.
-Entonces ya me voy.
-Bueno.
-Te llamo para ir por el libro a tu casa.
-Cuando quieras.
Se despidieron con un ligero abrazo y un beso en la mejilla. Gazca pudo percibir el delicado aroma a perfume que emanaba de ella. La vio alejarse hasta desaparecer tras la puerta. No le quedó duda alguna: Belinda era encantadora.

viernes, 18 de enero de 2008

VIII


Era la víspera de Navidad. Para ser exactos, la tardenoche del 23 de diciembre de 2006. No se trataba de la primera cita a ciegas de mi vida, pero sí de la primera propuesta por mí y con una mujer a quien había conocido por medio de internet.
La anterior cita a ciegas –la única, a decir verdad, que yo había tenido- había ocurrido algunos años atrás, cuando mi amiga Diana, preocupada por mi prolongada soltería, luego de mi fracaso matrimonial y del desastre sentimental que había resultado Ángela, me habló de una conocida suya de nombre Estela, una sicóloga cuarentona que vivía sola en un departamento relativamente cercano al mío y quien jamás se había casado y andaba en la busqueda (¿o a la caza?) de su hombre ideal. Para Diana, yo era ese hombre ideal y ella, Estela, podía ser la mujer ideal para mí. Al principio me resistí a la idea con razones más que válidas. ¿Una mujer en sus cuarenta que permanecía soltera y además sicóloga? ¿Era eso lo que yo quería, si es que quería algo al respecto? No es que tuviera algo contra las sicólogas, pero lo que menos anhelaba era a una tipa que se pusiera a sicoanalizarme. Tampoco tenía cosa alguna contra las cuarentonas, simplemente no eran mi meta. Sin embargo, fue tanta la insistencia de mi bien intencionada amiga que terminé por aceptar. Me dio el teléfono de Estela, la llamé y concertamos una cita para cenar en su apartamento, el siguiente viernes por la noche.
Llegué con una botella de vino rojo y algunos discos de new age en mano (¡Dios Santísimo, de new age!). La botella era para bebérnosla y entrar más rápido en confianza; los discos, para escucharlos y que ella se sintiera a gusto, ya que –información proporcionada por Diana- Estela era una fanática de ese género musical (otra señal, aparte de su edad y profesión, a la cual debí hacer caso para no seguir adelante con aquello). Arribé, pues, al edificio en plena colonia Del Valle, toqué el timbre y ella bajó a abrirme. Al primer golpe de vista no me gustó. No que fuera una mujer fea; de hecho, de algún modo hasta resultaba guapa. Pero algo había en su persona que desde un principio no me agradó del todo. Para no hacer el cuento largo, diré que cenamos, bebimos, escuchamos los pianitos etéreos (dizque) de George Winston y las arpas atmosféricas (¡ja!) de Andreas Vollenweider y charlamos de un modo bastante tranquilo y agradable. Sólo eso. ¿Química, chispa, atracción sexual? No la hubo de una sola de las dos partes. Al final, nos despedimos de mano, quedamos en volver a vernos –le dejé prestados mis discos para que los escuchara con calma- y regresé a mi casa a pie, a la media noche. Jamás la volví a ver. Nada supe de ella. Claro, se quedó con mis discos y no hizo por devolvérmelos. Pero eran de new age. Seguro que están mejor en sus manos.
Ese era mi único antecedente en lo tocante a citas a ciegas. No fue algo catastrófico, mas tampoco algo para rememorar. Pero ahí estaba yo de nuevo, aquel 23 de diciembre, en una cafetería frente al Parque México, en el corazón de la colonia Condesa. Había quedado en verme con Graciela (o Graz, como se hacía llamar) a las seis de la tarde. Llegué al lugar con mi acostumbrada puntualidad británica, pedí un americano descafeinado y me dispuse a esperar la llegada de aquella mujer de treinta años a quien conociera un par de meses antes en MySpace. Había visto sus fotos y me había agradado. Tal vez no era una súper modelo, pero tenía bonitas facciones y una linda sonrisa. Además, habíamos sostenido múltiples conversaciones por el Messenger y algunas pocas por teléfono y su simpatía me había hecho proponerle conocernos en persona. Ella determinó el lugar y la fecha.
Pasaron los minutos y nada. A las seis y media decidí que esperaría otros treinta minutos. Llevaba dos cafés más encima y no había logrado concentrarme en la lectura de "Luces de Hollywood" de Horace McCoy. En eso, entraron a “Las Margaritas” (el nombre de la cafetería donde me encontraba) cinco jóvenes (tres muchachos y dos muchachas) y comenzaron a interpretar villancicos navideños con extraordinarias voces y exquisito buen gusto. Lo que pudo ser algo cursi, se convirtió en un momento conmovedor. La emoción podía sentirse en todas las mesas y hasta quienes atendían el lugar se mostraban embebidos por aquella música literalmente celestial. El coro se retiró y yo decidí hacer lo propio. Pasaban de las siete de la noche y Graz no aparecía. Como en ese entonces aún me rehusaba a tener teléfono celular, no tenía forma de localizarla. Pensé que ella no acudiría y pedí la cuenta. De cualquier modo, la actuación de aquel grupo coral había hecho que el rato de espera valiese la pena. No obstante, justo cuando el mesero me extendía el papel con el total que debía pagar, Graciela entró al lugar y en ese momento comenzó una extraña aventura que duraría poco más de dos meses.