lunes, 25 de febrero de 2008

X


¿Por qué no funcionaron las cosas con Graciela? Creo que no es tan difícil saberlo, más aún con la perspectiva que otorga el paso del tiempo. En un principio, todo pareció marchar sobre ruedas. Esa fue la impresión que tuve aquella tardenoche de diciembre, cuando la conocí en el café “Las Margaritas” de la colonia Condesa. Esa vez, Graz me resultó una mujer interesante, inteligente, simpática, dueña de un sentido del humor un tanto negro. Además de guapa, claro. Charlamos a lo largo de dos o tres horas y nos contamos cuanto nos teníamos que contar y tal vez más. Yo suelo irme de la lengua y le hablé largo y tendido acerca de mis antecedentes amorosos, desde Lidia hasta Montserrat, sin olvidar por supuesto a Ángela. Ella, por su parte, fue bastante más discreta respecto a su vida sentimental y sólo me refirió algunos leves datos sobre sus novios anteriores, en especial uno, el más reciente, con quien había estado a punto de contraer matrimonio. Pero en ese momento no tenía una relación. Yo tampoco.
Llegada la hora, pensé en si sería demasiado osado de mi parte proponerle que continuaramos la plática en mi departamento. Eran las nueve de la noche y quizás ella podría malinterpretar mis intenciones, etcétera. Lo dudé durante largo rato, hasta que me decidí a decírselo. Finalmente, muchas de mis frustraciones con las mujeres se debían a mi timidez, a guardarme las cosas cuando debía externarlas. Se lo pregunté.
-Claro, vamos. Al fin que es temprano y no tengo nada que hacer –me respondió con despreocupación admirable y una sonrisa llena de cálida afabilidad.
Media hora más tarde, estábamos en mi casa. Música adecuada, una botella de vino tinto, queso, pan de centeno, un poco más de charla, pequeños contactos físicos, roces de manos, miradas cómplices, un abrazo, bocas que se buscan, labios que se unen, lenguas que juguetean, salivas que se comparten, manos que buscan piel bajo las ropas. Horas de sensualidad que se van como agua y que al final determinan que un hombre y una mujer se conviertan en amantes. Así fue como empezó todo entre nosotros.
Volvimos a vernos una semana después, directamente en mi apartamento. Hicimos el amor de una manera tan intensa que esa noche creí haberme enamorado de ella. Eso a pesar de que minutos antes habíamos hablado sobre la conveniencia de mantener a nuestra relación en el estricto plano del amasiato, sin compromisos, sin que la idea de noviazgo pudiera rondar por ahí. Sin embargo, hubo un momento tan desproporcionadamente glorioso (y orgásmico) que no pude menos que lanzar una exclamación, al tiempo que la veía desnuda, rotunda, encima de mí.
-¡Eres hermosísima!
Aunque…, ¿me enamoré realmente en ese instante o empecé a sentirme enamorado al ver herido a mi amor propio, cuando ella me platicó acerca de un tal Jordán, un tipo treintañero que la pretendía y la invitaba a salir con insistencia? Como habíamos convenido que sólo éramos amantes, sin compromiso alguno, le dije que fuera con él, que no importaba, que ella era libre y demás pendejadas que uno pregona cuando se siente muy liberal y escandinavo. Lo malo es que me hizo caso y, sí, comenzó a verlo. Volví a sentir celos. Yo que en esos tiempos predicaba que el estado ideal era el de ser amantes y que renegaba de la propiedad privada sobre las personas, veía renacer en mí el espíritu de la apropiación. Pero nada dije (bueno, tal vez una que otra pequeña indirecta). Debí hacer un verdadero tour de force para no recaer en mis viejas obsesiones, aquellas que tantos sinsabores me trajeran con Ángela y Montserrat y que al final me habían alejado de ellas por largo tiempo y dejado solo y con las manos vacías.
Pero llegué a entusiasmarme con Graciela. Un día la invité a una reunión con mi círculo de amigos más cercano. Recuerdo bien esa noche. Fue en la casa de Fernando Rivera Calderón, mi antiguo camarada, aquel con quien compartí algunas de mis aventuras con Ángela (¡aquella famosa carta!) y que desde entonces conocía a detalle mi telenovelera vida sentimental. Ahí estaban Claudia, su bella esposa, y Vero Maza, mi querida hermana del alma, al igual que varias amistades más. Acostumbrados a verme llegar sin compañía a sus fiestas, les sorprendió que esa vez acudiera acompañado. Les presenté a Graz y la recibieron de muy buen grado. Debo confesar que luego de aquella ocasión, sentí que bien podría ser mi novia. No obstante, las cosas empezaron a cambiar muy pronto. Una noche, mientras hacíamos el amor, vi en sus ojos tal enamoramiento, tal deseo, tal intensidad, tal pasión que me asusté y de la forma más impensada y espontánea, salió como una flecha, desde el fondo de mi alma, una seca frase que no pude detener y que sonó como una horrenda y soberbia advertencia.
-Graz, por favor no te enamores de mí.
Graciela se contuvo, me miró con azoro, bajó sus ojos con expresión tristísima y se apagó como la cera de una vela al fundirse. Me sentí mal. Traté de darle explicaciones. Pero no las quiso escuchar.
-Está bien -me dijo con voz tenue. –En eso habíamos quedado. En que no nos íbamos a enamorar.
Las cosas no volvieron a ser iguales. La siguiente ocasión en que estuvimos juntos en mi alcoba, no fui capaz de reaccionar ante su bello y albo cuerpo desnudo. La excitación había desaparecido. Ahora entiendo que de manera definitiva.
Con todo, tuve la situación muy clara pocos días después y aconteció del modo más rotundo, debido a una circunstancia por demás simple y hasta si se quiere intrascendente: la invité a comer.
Ella trabajaba no muy lejos de mi casa y le propuse que nos viéramos cierto mediodía, en un Sanborns cercano al Parque de los Venados.
-Si estamos tan cerca, bien podemos comer juntos una o dos veces a la semana, ¿no crees? –le había yo comentado.
Fue nuestra única comida.
Desde que la vi llegar, algo me brincó. No era su impuntualidad. Después de todo, el noventa y nueve por ciento de mis amigas poseen como una de sus más recónditas y entrañables características la de ser impuntuales. Sólo Isadora Hastings y Paula Watson no lo son (pero qué chiste, las dos tienen sangre inglesa). La vi acercarse a la mesa. Su imagen era distinta a la que yo había visto antes, desde que nos conociéramos un par de meses atrás. Daba la impresión de llevar una pesada carga sobre su espalda. Caminaba encorvada y desgarbada. Su arreglo personal tampoco le favorecía mucho ese mediodía. Pero lo peor vino después. Fue su actitud. Pocas veces en mi vida he tenido una comida más aburrida con alguien.
-¿Qué tal te fue hoy en tu trabajo?
-Bien.
-Ah…
Largo silencio.
-¿Está buena tu sopa?
-Sí.
-Ah…
No hallaba yo qué preguntar para sacarle algo de conversación. Me declaro impotente contra los monosílabos. Entonces me di cuenta de que lo que nos unía no era la comunicación verbal, mucho menos la sentimental: lo que nos jalaba era el sexo y éste también se había tornado repetitivo y tedioso. Incluso un detalle que al principio me pareció tierno y original (al menos para mí lo era) dejó de atraerme: los besos de mandarina. Graciela adoraba a las mandarinas. El sólo hecho de tener una en sus manos, oler su aroma y quitarle la cáscara cobraba tintes de ceremonial sagrado. Luego desprendía cada gajo, lo introducía en su boca y acercaba ésta a la mía, para derramar el escurriente jugo agridulce del fruto en mis adentros. La primera vez fue una experiencia maravillosa, como lo fue en muchas ocasiones más. Pero después de aquella comida en un Sanborns de la colonia Narvarte, el encanto de los besos de mandarina se perdió para siempre.
Apenas tres días más tarde, al final del concierto de mi banda en el Encrucijada Bar, me vi cara a cara con Belinda.

No hay comentarios: