lunes, 12 de mayo de 2008

XI


Javier se moría de los nervios. Maldita la hora en que se le había ocurrido aquella idea, pensaba mortificado. Se encontraba a solas en la pequeña pero limpia y ordenada sala-comedor de la casa de su novia, en un céntrico barrio de San Juan del Río. Estaba ahí para cumplir una formalidad, algo que había hablado con ella desde semanas antes. Iba a escenificar una obra de la cual ya conocía la trama, pero temía olvidar los parlamentos. Sus toscas y morenas manos le sudaban y constantemente las restregaba contra el pantalón de casimir para secarlas. Se sentía un tanto ridículo al presentarse de traje. Como que su reseca cabellera, llena de muertas y opacas rastas, no combinaba con la pretendida elegancia del saco gris, la pulcra camisa blanca y la corbata azul chiclamino. Sus gruesos pies le dolían dentro de la prisión que representaban aquellos boleados zapatos negros de agujetas. Extrañaba la comodidad de sus sandalias o de sus viejos tenis. Pero hubiese sido un despropósito presentarse con sus habituales ropas ante quienes esa tarde sentía como jueces y frente a los que habría de pronunciar un discurso breve pero trascendente. Respiró larga y profundamente. Tenía que tranquilizarse. Después de todo, estaba en una casa que desde hacía un año visitaba casi cada fin de semana y donde era bien recibido. Al menos eso quería creer.
-¿Por qué tardan tanto en bajar? –pensó, casi en voz alta.
En el primer piso se escuchaban voces como murmullos. No entendía la razón por la cual ella lo había dejado ahí, solo y abandonado, para subir a hablar con sus padres y su hermano menor, Octavio. Hasta “Magdalena”, la perrita con la cual vivían en su departamento de Azcapotzalco, se hallaba arriba, en medio del cónclave familiar. En su cabeza comenzó a sonar una vieja canción de su grupo favorito de todos los tiempos: La Móndriga Crisis.
-Qué buenos eran, carajo. ¿Cómo se les fue a morir el Mauro? –volvió a pensar para distraer los nervios.
El antiguo percusionista de La Móndriga había sido su ídolo y él le guardaba un respeto absoluto, a pesar de las limitaciones musicales de quien la raza recordaba como “El Piporro”. Javier había estado en aquel antro la noche en que Mauro se mató. Apenas tenía en ese entonces dieciocho o diecinueve años y aún no le daba por tocar instrumento alguno. Pero lugar donde se presentaba la legendaria banda, lugar donde él acudía, sobre todo para contemplar al “Piporro” cuando efectuaba su clásico clavado hacia el público, el mismo que le causó la muerte al estrellar la cabeza contra el piso del malhadado antro. Fue desde ese ocasión que juró seguir los pasos de su idolatrado icono y convertirse en el mejor percusionista del ska mexicano. No lo consiguió, dadas sus claras deficiencias como ejecutante. Sin embargo, nadie podía acusarlo de no poner todo su entusiasmo cuando se paraba ante las congas y las golpeaba como un ente enloquecido, mientras a tropezones trataba de seguir el ritmo de las canciones de su propio grupo, el inefable Tequila Sound Machine.
-Ya llevan casi una hora arriba… ¡Me lleva! –masculló entre dientes, más tenso que molesto.
Fue en eso que escuchó pasos en las escaleras y deseó que mejor no bajaran, que se quedaran en la planta alta para siempre. Mas no fue así y no tardó en tener frente a él a los cuatro integrantes de la sonriente familia. Se puso de pie y sintió que las piernas no le respondían del todo, pero logró controlarse y dibujar en su rostro una mueca que quiso ser sonrisa y resultó un gesto indefinible. Ahí estaban el padre, la madre y el hermano de ella, muy serios y a la expectativa, lo cual hizo que su nerviosismo se disparara hasta los límites más extremos. Sintió ganas de correr al baño. No obstante, comprendió que habría sido algo impropio, dada la solemnidad del momento. Los tres se sentaron en el sillón grande y él hizo lo propio en el mismo donde se encontraba desde que llegó a la casa. Por su parte, ella se acomodó en una silla cercana, mientras mantenía abrazada a “Magdalena”.
Se produjo un larguísimo minuto de abrumador silencio. Una gota de sudor helado partió de la nuca de Javier y fue descendiendo en línea recta por su columna vertebral hasta alcanzar la cintura. Hubiese querido estar lejos de ahí, tal vez en uno de los campos de beisbol de la escuela que regenteaba su progenitor y donde él trabajaba como instructor. A su mente acudió una imagen inopinada: él mismo, al realizar un double play con uno de sus alumnos.
-¿Quieren café? –dijo ella, más que nada para romper la tensión.
-Después, mija. Deja que Javier diga lo que nos tiene que decir –la atajó su mamá.
No había escapatoria. El trajeado rasta debería afrontar las circunstancias. Carraspeó y en seguida surgió de su garganta una voz insegura e inesperadamente aguda.
-Bueno, pues…, yo… venía a decirles que…
Tenía la mirada clavada en el piso, en un pequeño tapete ovalado de dibujos garigoleados. Se sentía incapaz de levantar los ojos.
-Don Octavio… Doña Mercedes… Yo venía a decirles que… Bueno… Que su hija y yo…
A pesar de que todos sabían las razones de la reunión, era Javier quien debía externarlas. Así que nadie más hablaba y el silencio se volvía para él cada vez más opresor, asfixiante.
-Yo la quiero mucho y pues… ya llevamos más de un año de estar juntos, así que…
Volvió a interrumpirse y alzó la cara para verla a ella, suplicante. Entonces Belinda entró al rescate.
-Lo que Javier y yo queremos es que nos den su bendición y su permiso para ser novios oficiales –dijo la hermosa joven con encantador desparpajo, sin dejar de abrazar a su perra.
La tensión disminuyó de manera notable, pero sólo durante algunos segundos.
-¿Qué quieren decir exactamente con eso de ser novios oficiales? ¿Es un compromiso para casarse? –inquirió el padre de la muchacha con gesto adusto.
Javier sintió claramente que otra gota de sudor frío recorría su dorso. Apenas alcanzó a balbucear algo ininteligible.
-Bueno. No exactamen…
-Pues sí, papá. Para eso queremos ser novios oficiales, para casarnos más adelante –lo atajó Belinda muy segura de sí. Él la contempló atónito, mas no se atrevió a contradecirla.
-Pues eso está muy bien –comentó la madre de la muchacha.
-Sí, sí, pero un compromiso es cosa bastante seria –insistió don Octavio. -¿Para cuándo piensan contraer matrimonio?
Javier no sabía qué responder. Se trataba de formalizar el noviazgo, no de pedir la mano de la joven. Pero Belinda estaba imparable.
-Dentro de un año y medio, pa. En cuanto termine mi carrera –dijo.
-Me parece razonable –afirmó el jefe de la familia.
-Sí… Todavía faltan como veinte meses –añadió el percusionista con una cara de pasmo que no causó buena impresión a los presentes.
-¿Qué dices, Tavo? –interrogó la esposa a su marido.
El hombre no reparó en ella y fijó una escrutadora mirada en los ojos de quien oficialmente pretendía ser su yerno.
-Todo está bien, Javier. Belinda es muy inteligente y si quiere estar contigo, ella sabrá por qué. Pero una cosa sí quiero pedirte…
Algo en el interior del pretendiente lo hizo estremecer ante el grave tono de su suegro.
-¿Sí, don Octavio…?
-Que por ningún motivo, pero por ningún motivo, te atrevas jamás a pegarle a mi hija.

lunes, 25 de febrero de 2008

X


¿Por qué no funcionaron las cosas con Graciela? Creo que no es tan difícil saberlo, más aún con la perspectiva que otorga el paso del tiempo. En un principio, todo pareció marchar sobre ruedas. Esa fue la impresión que tuve aquella tardenoche de diciembre, cuando la conocí en el café “Las Margaritas” de la colonia Condesa. Esa vez, Graz me resultó una mujer interesante, inteligente, simpática, dueña de un sentido del humor un tanto negro. Además de guapa, claro. Charlamos a lo largo de dos o tres horas y nos contamos cuanto nos teníamos que contar y tal vez más. Yo suelo irme de la lengua y le hablé largo y tendido acerca de mis antecedentes amorosos, desde Lidia hasta Montserrat, sin olvidar por supuesto a Ángela. Ella, por su parte, fue bastante más discreta respecto a su vida sentimental y sólo me refirió algunos leves datos sobre sus novios anteriores, en especial uno, el más reciente, con quien había estado a punto de contraer matrimonio. Pero en ese momento no tenía una relación. Yo tampoco.
Llegada la hora, pensé en si sería demasiado osado de mi parte proponerle que continuaramos la plática en mi departamento. Eran las nueve de la noche y quizás ella podría malinterpretar mis intenciones, etcétera. Lo dudé durante largo rato, hasta que me decidí a decírselo. Finalmente, muchas de mis frustraciones con las mujeres se debían a mi timidez, a guardarme las cosas cuando debía externarlas. Se lo pregunté.
-Claro, vamos. Al fin que es temprano y no tengo nada que hacer –me respondió con despreocupación admirable y una sonrisa llena de cálida afabilidad.
Media hora más tarde, estábamos en mi casa. Música adecuada, una botella de vino tinto, queso, pan de centeno, un poco más de charla, pequeños contactos físicos, roces de manos, miradas cómplices, un abrazo, bocas que se buscan, labios que se unen, lenguas que juguetean, salivas que se comparten, manos que buscan piel bajo las ropas. Horas de sensualidad que se van como agua y que al final determinan que un hombre y una mujer se conviertan en amantes. Así fue como empezó todo entre nosotros.
Volvimos a vernos una semana después, directamente en mi apartamento. Hicimos el amor de una manera tan intensa que esa noche creí haberme enamorado de ella. Eso a pesar de que minutos antes habíamos hablado sobre la conveniencia de mantener a nuestra relación en el estricto plano del amasiato, sin compromisos, sin que la idea de noviazgo pudiera rondar por ahí. Sin embargo, hubo un momento tan desproporcionadamente glorioso (y orgásmico) que no pude menos que lanzar una exclamación, al tiempo que la veía desnuda, rotunda, encima de mí.
-¡Eres hermosísima!
Aunque…, ¿me enamoré realmente en ese instante o empecé a sentirme enamorado al ver herido a mi amor propio, cuando ella me platicó acerca de un tal Jordán, un tipo treintañero que la pretendía y la invitaba a salir con insistencia? Como habíamos convenido que sólo éramos amantes, sin compromiso alguno, le dije que fuera con él, que no importaba, que ella era libre y demás pendejadas que uno pregona cuando se siente muy liberal y escandinavo. Lo malo es que me hizo caso y, sí, comenzó a verlo. Volví a sentir celos. Yo que en esos tiempos predicaba que el estado ideal era el de ser amantes y que renegaba de la propiedad privada sobre las personas, veía renacer en mí el espíritu de la apropiación. Pero nada dije (bueno, tal vez una que otra pequeña indirecta). Debí hacer un verdadero tour de force para no recaer en mis viejas obsesiones, aquellas que tantos sinsabores me trajeran con Ángela y Montserrat y que al final me habían alejado de ellas por largo tiempo y dejado solo y con las manos vacías.
Pero llegué a entusiasmarme con Graciela. Un día la invité a una reunión con mi círculo de amigos más cercano. Recuerdo bien esa noche. Fue en la casa de Fernando Rivera Calderón, mi antiguo camarada, aquel con quien compartí algunas de mis aventuras con Ángela (¡aquella famosa carta!) y que desde entonces conocía a detalle mi telenovelera vida sentimental. Ahí estaban Claudia, su bella esposa, y Vero Maza, mi querida hermana del alma, al igual que varias amistades más. Acostumbrados a verme llegar sin compañía a sus fiestas, les sorprendió que esa vez acudiera acompañado. Les presenté a Graz y la recibieron de muy buen grado. Debo confesar que luego de aquella ocasión, sentí que bien podría ser mi novia. No obstante, las cosas empezaron a cambiar muy pronto. Una noche, mientras hacíamos el amor, vi en sus ojos tal enamoramiento, tal deseo, tal intensidad, tal pasión que me asusté y de la forma más impensada y espontánea, salió como una flecha, desde el fondo de mi alma, una seca frase que no pude detener y que sonó como una horrenda y soberbia advertencia.
-Graz, por favor no te enamores de mí.
Graciela se contuvo, me miró con azoro, bajó sus ojos con expresión tristísima y se apagó como la cera de una vela al fundirse. Me sentí mal. Traté de darle explicaciones. Pero no las quiso escuchar.
-Está bien -me dijo con voz tenue. –En eso habíamos quedado. En que no nos íbamos a enamorar.
Las cosas no volvieron a ser iguales. La siguiente ocasión en que estuvimos juntos en mi alcoba, no fui capaz de reaccionar ante su bello y albo cuerpo desnudo. La excitación había desaparecido. Ahora entiendo que de manera definitiva.
Con todo, tuve la situación muy clara pocos días después y aconteció del modo más rotundo, debido a una circunstancia por demás simple y hasta si se quiere intrascendente: la invité a comer.
Ella trabajaba no muy lejos de mi casa y le propuse que nos viéramos cierto mediodía, en un Sanborns cercano al Parque de los Venados.
-Si estamos tan cerca, bien podemos comer juntos una o dos veces a la semana, ¿no crees? –le había yo comentado.
Fue nuestra única comida.
Desde que la vi llegar, algo me brincó. No era su impuntualidad. Después de todo, el noventa y nueve por ciento de mis amigas poseen como una de sus más recónditas y entrañables características la de ser impuntuales. Sólo Isadora Hastings y Paula Watson no lo son (pero qué chiste, las dos tienen sangre inglesa). La vi acercarse a la mesa. Su imagen era distinta a la que yo había visto antes, desde que nos conociéramos un par de meses atrás. Daba la impresión de llevar una pesada carga sobre su espalda. Caminaba encorvada y desgarbada. Su arreglo personal tampoco le favorecía mucho ese mediodía. Pero lo peor vino después. Fue su actitud. Pocas veces en mi vida he tenido una comida más aburrida con alguien.
-¿Qué tal te fue hoy en tu trabajo?
-Bien.
-Ah…
Largo silencio.
-¿Está buena tu sopa?
-Sí.
-Ah…
No hallaba yo qué preguntar para sacarle algo de conversación. Me declaro impotente contra los monosílabos. Entonces me di cuenta de que lo que nos unía no era la comunicación verbal, mucho menos la sentimental: lo que nos jalaba era el sexo y éste también se había tornado repetitivo y tedioso. Incluso un detalle que al principio me pareció tierno y original (al menos para mí lo era) dejó de atraerme: los besos de mandarina. Graciela adoraba a las mandarinas. El sólo hecho de tener una en sus manos, oler su aroma y quitarle la cáscara cobraba tintes de ceremonial sagrado. Luego desprendía cada gajo, lo introducía en su boca y acercaba ésta a la mía, para derramar el escurriente jugo agridulce del fruto en mis adentros. La primera vez fue una experiencia maravillosa, como lo fue en muchas ocasiones más. Pero después de aquella comida en un Sanborns de la colonia Narvarte, el encanto de los besos de mandarina se perdió para siempre.
Apenas tres días más tarde, al final del concierto de mi banda en el Encrucijada Bar, me vi cara a cara con Belinda.

jueves, 7 de febrero de 2008

IX


Decía Groucho Marx que el hombre tiene la edad de la mujer que ama. Suscribo la frase letra por letra. Por tanto, tuve veinticuatro años cuando me enamoré de Ángela. Tuve veintiuno cuando me enamoré de Montserrat. Tuve veintidós cuando me enamoré de Belinda y ahora tengo veintitrés. Las edades de cada una transmutadas hacia mi persona. Aunque, en realidad, a Ángela le llevo catorce años, a Montserrat veintitrés y a Belinda veintinueve. Desde un punto de vista cronológico, esta última tiene veintitrés y yo cincuenta y dos. Pero me siento de su edad. Cuando estoy a su lado, en momento alguno percibo la enorme diferencia generacional que hay entre los dos. Creo que ella tampoco. Creo que no le importa y si le importa, lo sabe disimular. Decía que la conocí cuando su vida aparentaba tener un tono color de rosa. Lo recuerdo como si fuese ayer…

En el escenario, Las Paredes Oyen tocaban uno de sus blueses originales en español. Humberto trataba de hacer que cada palabra que cantaba se escuchara diáfana, que el sentido de la letra de su canción se entendiera bajo el marco del lento y sutil sonido de la música negra. Sin embargo, desde minutos antes había algo que lo enfadaba. Sentadas en una mesa al fondo del Encrucijada Bar, el antro de la colonia Roma donde la banda solía presentarse una vez al mes, dos jovencitas hablaban en voz alta y reían a carcajadas. Gazca trató en enfocarlas desde sus pequeños lentes empañados por el calor de la sudoración. Apenas podía distinguirlas, ya que tenía a los reflectores encima y eso le restaba visibilidad. Entre la relativa penumbra, vio que con las dos alegres muchachas se encontraban dos personas más: otra joven –quien miraba atenta al grupo que tocaba en el escenario- y un hombre apenas distinguible. Molesto porque no lo dejaban concentrarse en lo suyo, clavó una mirada furiosa en aquel par de ruidosas, pero ellas ni siquiera se dieron por enteradas. Humberto optó entonces por ignorarlas. La siguiente canción era un boggie y el estruendo de la armónica y las guitarras desvaneció las risas de las chicas.

Hacía diez minutos que la tocada de Las Paredes Oyen había terminado. Empapado de sudor, con la camisa humedísima pegada al torso, Gazca platicaba con Graz,su amiga de MySpace, con quien a dos meses de haberse conocido había desarrollado una relación más que cercana. Graciela se veía muy guapa esa noche. Había llegado desde varias horas antes, cuando la banda realizaba aún la prueba de sonido y había permanecido en una mesa, solitaria, al pendiente de todo lo que acontecía en el estrecho escenario del Encrucijada Bar. Ahora platicaba con Humberto y le daba sus impresiones sobre la actuación de Las Paredes, como casi todo el mundo le decía al sexteto. Fue en ese momento que alguien tocó el hombro del cincuentañero periodista, esa noche en su papel de músico.
-Hola.
La voz llegó a sus oídos al volver la cara. Era una voz aguda, casi infantil, la voz de una niña. La miró y no supo quién era. Jamás la había visto antes y, sin embargo, su rostro le resultó familiar. Detrás de una boca muy sonriente que dejaba ver unos pequeños dientes perlados, estaba una joven morena y delgada, de piel blanca y negrísimos cabellos ondulados y un tanto esponjados. Su rostro era fino y bonito, de nariz pequeña y ojos pícaros. Él se puso de pie y no pudo evitar devolverle la sonrisa, antes de que ella volviera a hablar.
-Soy Belinda.
Humberto la reconoció entonces.
-¡Belinda, qué sorpresa!
Se saludaron con un beso en la mejilla. Ella rió divertida.
-No sabías quién era, ¿verdad?
-No, no… Pero ahora sí. Eres igualita a tu foto en MySpace.
Desde hacía un mes, se habían incorporado mutuamente a sus mutuos espacios cibernéticos y varias veces habían conversado por teléfono.
Ella bajó la mirada y sonrió con una coquetería irresistible.
-Oye, disculpa a mis amigas. Estaban haciendo mucho ruido.
-Ah, ¿estabas con ellas?
-Sí hacían mucho ruido, ¿no es cierto? Es que ya estamos un poco borrachitas.
-Ah, no te preocupes. No importa.
Gazca estaba tan encantado que por un instante olvidó a Graz, hasta que reaccionó.
-Perdón, perdón. Ella es Graciela. Ella es Belinda.
Ellas ni siquiera se miraron. Graz permaneció sentada, seria, callada, con la mirada en cualquier parte. Belinda seguía sonriente y sólo hablaba con él.
-¿Me trajiste el libro?
-¿Cuál libro?
-Pues el que me dijiste que me ibas a prestar, la novela de Philip Roth.
-Claro, "El lamento de Portnoy". No, no lo tengo aquí. ¿Pues cómo iba a saber que vendrías hoy?
-Sí, ¿verdad? Te hubiera avisado. Pero es que hasta hace rato yo tampoco sabía que iba a venir. ¿Y ahora?
-Te lo puedo dar otro día, es cosa de que me llames y nos ponemos de acuerdo.
-Oquei, así le hacemos. Bueno, te dejo. Me voy a mi mesa. Mucho gusto.
-El gusto es mío, Belinda.
Ella se alejó. Era realmente simpática. Humberto volvió a sentarse. La sonrisa seguía en su boca.
-¿Quieres tomar algo, Graz?
-No, gracias. Es más, yo creo que ya me voy.
-¿Tan pronto? Pero si apenas son las doce.
-Mañana tengo que ir a trabajar. ¿Me acompañas a tomar un taxi?

Una hora más tarde, Gazca bebía una cerveza helada y conversaba con algunos de los concurrentes cuando volvió a sentir que le tocaban el hombro.
-Ya me voy.
Dio media vuelta y la volvió a ver. Tras ella estaban sus dos amigas, con evidentes sonrisas beodas, y el hombre que las acompañaba.
-Sofía. Esmeralda. Javier, mi novio.
-Humberto saludó de beso a las jóvenes y de mano al moreno hombre peinado con rastas, quien lo miró inexpresivo. Luego éstos siguieron hacia la puerta del antro, pero Belinda permaneció unos segundos más con su recién conocido amigo.
-Entonces ya me voy.
-Bueno.
-Te llamo para ir por el libro a tu casa.
-Cuando quieras.
Se despidieron con un ligero abrazo y un beso en la mejilla. Gazca pudo percibir el delicado aroma a perfume que emanaba de ella. La vio alejarse hasta desaparecer tras la puerta. No le quedó duda alguna: Belinda era encantadora.

viernes, 18 de enero de 2008

VIII


Era la víspera de Navidad. Para ser exactos, la tardenoche del 23 de diciembre de 2006. No se trataba de la primera cita a ciegas de mi vida, pero sí de la primera propuesta por mí y con una mujer a quien había conocido por medio de internet.
La anterior cita a ciegas –la única, a decir verdad, que yo había tenido- había ocurrido algunos años atrás, cuando mi amiga Diana, preocupada por mi prolongada soltería, luego de mi fracaso matrimonial y del desastre sentimental que había resultado Ángela, me habló de una conocida suya de nombre Estela, una sicóloga cuarentona que vivía sola en un departamento relativamente cercano al mío y quien jamás se había casado y andaba en la busqueda (¿o a la caza?) de su hombre ideal. Para Diana, yo era ese hombre ideal y ella, Estela, podía ser la mujer ideal para mí. Al principio me resistí a la idea con razones más que válidas. ¿Una mujer en sus cuarenta que permanecía soltera y además sicóloga? ¿Era eso lo que yo quería, si es que quería algo al respecto? No es que tuviera algo contra las sicólogas, pero lo que menos anhelaba era a una tipa que se pusiera a sicoanalizarme. Tampoco tenía cosa alguna contra las cuarentonas, simplemente no eran mi meta. Sin embargo, fue tanta la insistencia de mi bien intencionada amiga que terminé por aceptar. Me dio el teléfono de Estela, la llamé y concertamos una cita para cenar en su apartamento, el siguiente viernes por la noche.
Llegué con una botella de vino rojo y algunos discos de new age en mano (¡Dios Santísimo, de new age!). La botella era para bebérnosla y entrar más rápido en confianza; los discos, para escucharlos y que ella se sintiera a gusto, ya que –información proporcionada por Diana- Estela era una fanática de ese género musical (otra señal, aparte de su edad y profesión, a la cual debí hacer caso para no seguir adelante con aquello). Arribé, pues, al edificio en plena colonia Del Valle, toqué el timbre y ella bajó a abrirme. Al primer golpe de vista no me gustó. No que fuera una mujer fea; de hecho, de algún modo hasta resultaba guapa. Pero algo había en su persona que desde un principio no me agradó del todo. Para no hacer el cuento largo, diré que cenamos, bebimos, escuchamos los pianitos etéreos (dizque) de George Winston y las arpas atmosféricas (¡ja!) de Andreas Vollenweider y charlamos de un modo bastante tranquilo y agradable. Sólo eso. ¿Química, chispa, atracción sexual? No la hubo de una sola de las dos partes. Al final, nos despedimos de mano, quedamos en volver a vernos –le dejé prestados mis discos para que los escuchara con calma- y regresé a mi casa a pie, a la media noche. Jamás la volví a ver. Nada supe de ella. Claro, se quedó con mis discos y no hizo por devolvérmelos. Pero eran de new age. Seguro que están mejor en sus manos.
Ese era mi único antecedente en lo tocante a citas a ciegas. No fue algo catastrófico, mas tampoco algo para rememorar. Pero ahí estaba yo de nuevo, aquel 23 de diciembre, en una cafetería frente al Parque México, en el corazón de la colonia Condesa. Había quedado en verme con Graciela (o Graz, como se hacía llamar) a las seis de la tarde. Llegué al lugar con mi acostumbrada puntualidad británica, pedí un americano descafeinado y me dispuse a esperar la llegada de aquella mujer de treinta años a quien conociera un par de meses antes en MySpace. Había visto sus fotos y me había agradado. Tal vez no era una súper modelo, pero tenía bonitas facciones y una linda sonrisa. Además, habíamos sostenido múltiples conversaciones por el Messenger y algunas pocas por teléfono y su simpatía me había hecho proponerle conocernos en persona. Ella determinó el lugar y la fecha.
Pasaron los minutos y nada. A las seis y media decidí que esperaría otros treinta minutos. Llevaba dos cafés más encima y no había logrado concentrarme en la lectura de "Luces de Hollywood" de Horace McCoy. En eso, entraron a “Las Margaritas” (el nombre de la cafetería donde me encontraba) cinco jóvenes (tres muchachos y dos muchachas) y comenzaron a interpretar villancicos navideños con extraordinarias voces y exquisito buen gusto. Lo que pudo ser algo cursi, se convirtió en un momento conmovedor. La emoción podía sentirse en todas las mesas y hasta quienes atendían el lugar se mostraban embebidos por aquella música literalmente celestial. El coro se retiró y yo decidí hacer lo propio. Pasaban de las siete de la noche y Graz no aparecía. Como en ese entonces aún me rehusaba a tener teléfono celular, no tenía forma de localizarla. Pensé que ella no acudiría y pedí la cuenta. De cualquier modo, la actuación de aquel grupo coral había hecho que el rato de espera valiese la pena. No obstante, justo cuando el mesero me extendía el papel con el total que debía pagar, Graciela entró al lugar y en ese momento comenzó una extraña aventura que duraría poco más de dos meses.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

VII

sábado, 10 de noviembre de 2007

VI


Desde hace tiempo me gustó la idea de convertirme en una especie de profesor Henry Higgins, el personaje de "Pigmalión", la comedia teatral de George Bernard Shaw en la cual una joven absolutamente rústica e ignorante (Eliza Doolitle) es tomada bajo la tutela del propio Higgins, quien se impone la misión de transformarla en toda una dama (hasta hubo una película al respecto, "My Fair Lady" de George Cuckor, con Audrey Hepburn y Rex Harrison). De algún modo lo he hecho ya, aunque no se haya tratado de mujeres rústicas y mucho menos ignorantes. Montserrat es el caso más cercano. Cuando llegó al DF y comenzó a trabajar conmigo, recién salida de la carrera de Letras Hispánicas, estudiada en una universidad de Tampico, su estilo de escribir era un tanto simple y sin chispa, demasiado académico y escolar. Cuatro años de laborar a mi lado (y de sufrir mi obsesión amorosa) la cambiaron en todos los sentidos. Específicamente en lo escritural, la transformación resultó dramática. Hoy, Montserrat posee una manera de redactar no sólo pulida y sin errores, sino con un estilo propio (amo el sentido del humor de muchos de sus textos, sutilmente irónico, muy suyo) y, a pesar de ese estilo tan propio, puedo descubrir mi mano en un sinfín de detalles. Ella adoptó varias de mis obsesiones gramaticales (soy un corrector de estilo bastante insufrible): la concordancia estricta entre género y número (y en ese sentido, el saber distinguir siempre al sujeto), la prohibición del nefasto noísmo, la elusión del queísmo, el uso frecuente del punto y seguido para no abusar de las comas, el jamás emplear una coma antes de una conjunción como tampoco un punto después de un signo de interrogación o de admiración, la buena utilización de las frases parentéticas, el enriquecimiento del lenguaje por medio de los sinónimos, el conocimiento de los adverbios y cuándo y cómo se les debe usar, la guerra contra los gerundios, la correcta aplicación del pronombre neutro, la defensa a ultranza de la preposición “a” que muchos quisieran ver extinta, la distinción entre objeto directo y objeto indirecto, etcétera. Es una pupila de quien me siento perfectamente orgulloso.
Sin embargo, no es sólo en su desempeño como escritora que yo deseo transformar a una joven. Mi idea es la de tomarla y refinarla en todo: desde su comportamiento cotidiano, su lenguaje coloquial y sus maneras, hasta su cultura, su sensibilidad y sus criterios. ¿Es Belinda una criatura ideal para ello? No en términos absolutos, pues no se trata de una persona así de agreste y de hecho me ha enseñado varias cosas (por ejemplo, en cuestiones gastronómicas). No obstante, en algunos aspectos de su personalidad pienso que sí podría yo incidir de manera positiva y enriquecedora. ¿Sueno petulante, un tanto
engreído? Es posible que sí. Pero a veces es bueno quitarse las falsas modestias y aceptar también las cualidades que uno posee. Quiero cambiar a Belinda en lo posible, pero también ayudarla a explotar, en beneficio de ella misma, todo su potencial, su chispa, su frescura, su diletantismo, su inteligencia natural, su joie de vivre. Deseo tomar en mis manos a una nueva Eliza Doolittle y transformarla en una mujer extraordinaria.

jueves, 8 de noviembre de 2007

V

martes, 6 de noviembre de 2007

IV


Su nombre era Belinda. Sí, igualito que la cantante pop. Humberto Gazca la había conocido en persona a principios de 2007, en el bar donde él solía presentarse con su banda, aunque en realidad tenía contacto con ella desde un par de meses atrás, por medio de ese invento entre celestial y maléfico que es el MySpace. Ella lo había localizado y le había pedido ser incluida como su amiga en aquella página de internet que a regañadientes él había abierto apenas unas semanas antes. Se hicieron buenos camaradas a distancia y luego decidieron conocerse en persona, dado que la joven, a pesar de ser provinciana (como ella misma se definía), vivía y estudiaba en el Distrito Federal.
MySpace, blogs, correo electrónico, instrumentos cibernéticos que aún no existían cuando Gazca apostaba su vida por Ángela, apenas una decena de años atrás. Eso para no hablar de cosas como los DVD, los iPod, los teléfonos celulares con mil aplicaciones, los archivos MP3, YouTube, los uesebés y un sinfín de adminículos que supuestamente hacen más fácil y llevadera la vida contemporánea. Él, sin embargo, era muy reacio a algunos aspectos de esta oleada tecnológica que tenía invadida, inundada, a la existencia cotidiana de la gente, aunque su rechazo poco a poco fue disminuyendo y había terminado por ceder. Un ejemplo claro, el del celular. Durante años, Humberto se negó a tener uno y hasta se jactaba de ello y de que no lo necesitaba, etcétera. Sin embargo, al final terminó por adquirirlo y hasta le gustó. Eso para no hablar de que tenía dos MySpace (uno personal, otro para su grupo) y dos blogs y que solía visitar YouTube para ver videos de la más disímbola temática. Pero regresemos con Belinda, la singular Belinda.
El destino suele jugar extrañas pasadas y una de ellas se relacionaba con esta joven morena y guapa, quien de uno y diversos modos tenía mucho que ver con Ángela. Algo había de parecido físico (hubiese podido ser la hermana menor de la fotógrafa), algo poseía de su carácter (fuerte, impulsivo, dominante, mandón, incluso impositivo; la una era Aries –Ángela-, la otra era Leo –Belinda-, ambos signos de fuego) y para colmo, su novio (porque Belinda tenía novio formal; tan formal que vivía con ella y con todas las intenciones de casarse en poco tiempo) era percusionista en una banda mexicana de ska y guardaba una gran semejanza con Mauro, “El Piporro”, aquel músico de La Móndriga Crisis, rival de amores de Humberto (o en la cabeza de Humberto), quien muriera durante un slam, al estrellar su cabeza contra el piso de un antro. Pues el novio de Belinda era casi un clon de Mauro, tocaba en un combo malísimo llamado Tequila Sound Machine (“parte del movimiento ska mexicano”, según rezaba su lema) y ejercía una extraña atracción sobre la joven de veintitrés años…, la misma edad que tenía Ángela cuando Gazca la conoció en 1993.
Belinda trabajaba como asistente personal de Humberto. Él mismo le pagaba un sueldo “simbólico”, con tal de que ella le llevara su agenda. Esto había generado cierto malestar entre las amigas más cercanas al periodista, quienes no miraban con buenos ojos que aquella joven estudiante de comunicación se hubiese convertido en su mano derecha y ejerciera tanta influencia sobre él.
-No me gusta lo que veo –le dijo una noche Montserrat. Sí, la misma Montserrat por quien Humberto prácticamente había enloquecido de amor a lo largo de siete largos y tremebundos años, un enamoramiento obsesivo y demencial que llegó a parecer interminable y que finalizó de manera asombrosamente repentina. Ahora, él y ella eran muy buenos amigos y hasta confidentes.
-¿Por qué?
-Porque te estás enamorando de un imposible y yo sé lo que te sucede cuando te enamoras así, como que lo viví en carne propia.
Era cierto. Si alguien podía decir la clase de ente incontrolable en que se transformaba Humberto Gazca cuando perdía la cabeza por una mujer, ésa era Montserrat, más aún que la propia Ángela. Por eso trataba de hacerlo entrar en razón.
-Belinda puede ser muy buena onda contigo, pero no te ilusiones con ella. Tú mismo me cuentas que vive con alguien, que está con alguien desde hace dos años y que hasta tienen planes matrimoniales. Muy bien: viene a visitarte a tu casa, la ves, la pasan de maravilla ¿y? Después se va a su departamento para estar con su güey, para besar a su güey, para acostarse con su güey, para coger con su…
-¡Ya entendí, ya entendí!
. ¿Te parece bien? ¿No crees que te mereces algo mejor que eso? Yo pienso que sí, que te mereces algo mucho mejor.
-Pues sí, pero…
-¿Por qué no regresas a tu teoría de las amigas amantes? ¿No que ya no te ibas a enamorar y que tendrías a puras amiguitas cariñosas? ¿Tan pronto te vas a desdecir? ¿Tan rápido vas a desistir?
En efecto, Gazca había dedicado los meses más recientes a predicar las ventajas de ser amante. En sendos artículos que públicó en su propia revista, lanzó una serie de argumentos según los cuales lo mejor y lo más recomendable para no sufrir en el amor era dejar de jugar el papel del marido o el novio que teme ser engañado o que de hecho es engañado -y quien por tanto suele ser víctima de los celos- y adoptar el rol del amante, con todas las ventajas que esto otorga a quien lo practica con habilidad y sapiencia. Sin embargo, no había tardado mucho en recaer. La simpatía inicial que había despertado
Belinda en él no tardó en trocarse en atracción y, más temprano que tarde, en total y absoluto enamoramiento.
Para finales del año de gracia de 2007, Humberto Gazca recuperaba -y no precisamente a su pesar- su verdadera naturaleza: la de enamorado sumiso, ciego, irrazonable, visceral, imprudente, apasionado. Lo que de esto se derivaría, lo que semejante situación provocaría (dados los muchos antecedentes desastrosos que sus más próximos conocían de sobra) era algo impredecible en sus detalles, aunque perfectamente predecible en sus consecuencias y éstas no eran las más deseables.

lunes, 5 de noviembre de 2007

II y III

domingo, 4 de noviembre de 2007

I


Diez años es un largo tiempo. Tal vez no lo sea en términos cósmicos o desde un punto de vista histórico, mas para un individuo tan simple, insignificante e infinitamente microscópico como Humberto Gazca, diez años resultó un lapso capaz de cambiar su vida de manera radical. ¿Qué quedaba ahora, en los inicios de la segunda mitad de la primera década del siglo veintiuno, del Humberto de los inicios de la segunda mitad de la última década del siglo veinte? ¿Qué había aún de aquel sujeto, más o menos patético, quien por amor se vio inmiscuido en una serie de lamentables incidentes que derivaron en la muerte de tres hombres, todo para que finalmente las cosas siguieran como se encontraban en un principio? ¿Qué restaba de él, de ese periodista sin trabajo fijo, quien apasionado hasta la ceguera por una mujer se creyó capaz de asesinar y de cometer actos que antes jamás habría imaginado? Diez años es un largo tiempo y durante ese periodo algunas vidas suelen cambiar sobremanera. Era el caso de Humberto Gazca.
Mucho quedaba, claro, del Gazca inseguro, tímido, introvertido, dubitativo, pero al mismo tiempo mucho había cambiado dentro y fuera de aquella personalidad. Su situación resultaba tan diferente que ahora su nombre era relativamente conocido en algunos medios, muy en especial en el del periodismo y no sólo el que se relacionaba con el rock. Diversos hechos afortunados lo habían colocado en la dirección de una revista de música y cultura y, gracias a ello, también colaboraba con una columna semanaria en uno de los diarios más importantes de México. Había publicado una novela semibiográfica, otra más aguardaba el dictamen de una editorial y hasta se había dado el lujo de fundar a su propia banda de rock, presentarse con ella en diversos foros y empezar a grabar su primer disco de manera independiente. Para un tipo que rebasaba el medio siglo de vida, aquello era algo francamente recompensante.
En cuanto a su relación con las mujeres, también en ese punto las cosas eran distintas. Por alguna extraña razón que el propio Humberto adjudicaba a la intervención desde el más allá del espíritu de su padre, fallecido tres lustros atrás, a lo largo de los más recientes meses su suerte con el sexo femenino se había trocado de la manera más luminosa y feliz. Habrá que decir que al poco tiempo de superar su enfermizo y obsesivo enamoramiento con Ángela Miranda, la fotógrafa que por cerca de tres años convirtió su vida en un celestial infierno, recayó en el mismo patrón, repitió un idéntico esquema, se envolvió en una bandera igualmente enfermiza y obsesiva con otra mujer aun más joven que Ángela, una comunicadora tamaulipeca que conoció por internet y de quien se enamoró perdidamente. Sólo que esta situación no duró tres, sino siete años. Pero ya habrá tiempo y espacio para hablar más adelante de eso. El caso era que en su presente había más mujeres que nunca en toda su vida: amigas, amantes, amigas-amantes, amigas-semiamantes, amigas confidentes. Era un panorama dispuesto de tal forma que cualquiera lo vería como el Paraíso prometido por las religiones. Sin embargo, Humberto Gazca no era feliz. Había cometido un grave error: se había enamorado de nueva cuenta.